Ruta de la Costa Vicentina

Ruta de la Costa Vicentina

La Ruta de la Costa Vicentina pasa por Lagos, Rogil, Odeceixe, Alfambras, Monte Ruivo, Bordeira, Carrapateira y Vila do Bispo.

El más alentejano de los algarves se extiende por la costa atlántica.

Desde Odeceixe a Vila do Bispo, la vista del paseante se viste de blanco: a lo lejos, tiras de espuma, como inocentes harapos, engullen la fina arena en el paisaje de la playa hasta donde alcanza la vista.

El otro blanco de las casas nos persigue en los paseos rumbo al sur: el caserío de cal en Odeceixe, ese otro de Aljezur, pedazos de historia que alteran sin violar el paisaje del sotobosque vicentino. Ahí abajo, por toda la costa, arroyos serpenteantes de aguas claras surcan el paisaje antes de perderse en la inmensidad atlántica. Al lado, parados en las orillas y en el tiempo, soñadores de gorra y camisa a cuadros tientan a la suerte que les llegará dispersamente de las aguas cálidas.

Los volveremos a encontrar en el mismo paseo, pero más hacia el sur, con la caña apuntando al cielo y a las américas, valientes equilibristas en la punta de una roca, al acecho de la lucha al borde del precipicio.

De este lado del acantilado en el que se encarama el refugio de la cigüeña, los campos punteados de flores singulares, amarillas, rojas y violetas dan la bienvenida a las aves migratorias, semejando obstáculos en el serpentear inconsciente de los reptiles. Nos deleitan la vista, nos impregnan los sentidos, olvidándonos súbitamente de la confusión de la ciudad.

Resumen del Recorrido de la Ruta de la Costa Vicentina

Dimensión del Recorrido: +/-172 km.

Itinerario: Lagos » Rogil » Odeceixe » Alfambras » Monte Ruivo » Bordeira » Carrapateira » Vila do Bispo » Lagos.

Acerca de la Ruta de la Costa Vicentina

A Aljezur se llega, para quien se encuentra en la costa sur, por la carretera EN 120, siendo Lagos la última gran ciudad del litoral antes de adentrarnos en el territorio del Parque Natural de la Costa Vicentina y del Sudoeste Alentejano. La carretera sirve de frontera al Parque, que se extiende hasta el litoral.

En traducción libre, Aljezur significa en árabe “el río de los puentes”, esos que eran necesarios cuando el río era navegable. Los aluviones provocaron el estancamiento de las aguas, haciendo difícil la vida de las poblaciones. Preocupado por su salud, el obispo Don Francisco Gomes, en el siglo XIX, quiso trasladar la aldea a la colina de enfrente, y por eso mandó erigir la iglesia en la nueva villa.

O bien porque la insalubridad se resolvió, o por resistencias que en estos casos siempre existen, Aljezur quedó dividida en dos. La villa vieja resbala hasta el río, con casas alineadas en escalones, desde el castillo de forma octogonal, conquistado a los árabes en 1246 por Pedro Peres Correia.

Se atribuye a los árabes la construcción del castillo de Aljezur, los cuales, en la cumbre más alta se limitaron a erigir una construcción de pizarra y dos torres, una redonda y otra cuadrada, para la perfecta defensa del lugar.

Cuenta la leyenda que los árabes fueron sorprendidos bañándose en la magnífica playa de Amoreira, a unos 6 km de Aljezur, y ahí fueron diezmados hasta que el agua quedó teñida de rojo. El tiempo silenció el horror asesino, pero mantuvo las bellezas naturales.

Al castillo se accede por las calles escarpadas de la villa vieja y, si bien el monumento se encuentra en mal estado, el panorama que se vislumbra vale por sí solo. Allá abajo, queda la vega fértil y cultivada.

Después, el Cerro das Mós y por último los contrafuertes de la Sierra de Espinhaço de Cão.

En el descenso, se impone una mirada atenta a la Casa Museo Pintor José Cercas, que permite conocer la vida de un hijo ilustre de Aljezur y de su época. A dos pasos queda el Museo Municipal, con un núcleo arqueológico y otro etnográfico, y también una galería. El Museo Antoniano, de arte sacro, está instalado en una antigua capilla construida en el s. XVII.

Tome nota, para cuando el hambre apriete, de que la gastronomía local permite saborear las papas mouras: el clásico xarém algarvío, confeccionado con harina de maíz pero con un aderezo especial, que huele a comino. Ineludible es un buen trozo de tierna ternera, y los sargos suculentos. En su época, que llega a principios de otoño, el boniato entra en los cocidos y se transforma en pasteles que aquí se hacen como en ningún sitio.

En la villa vieja viven muchos artesanos. En Rua do Nascer do Sol podrá sorprender a las mujeres confeccionando sus encajes. Un poco más abajo, otras crean preciosas muñecas. Los hombres están más orientados a la cestería, enredando las cañas o los mimbres, en competencia con sus vecinos.

Siguiendo la pista de los artesanos, encontraremos en otras calles de pequeñas casas blancas la cerámica y objetos hechos con conchas recogidas en las playas, que marcan una cultura popular y se inmiscuyen en el día a día de quien escogió este estilo de vida sereno.

Atravesado el puente hacia la villa nueva y tomando la curva, se encuentra la Iglesia parroquial, en la cual resaltan la imagen de la patrona, Nuestra Señora de Alva, un cáliz gótico y un cofre eucarístico.

Dejemos entonces la población, en busca de las playas escondidas entre los acantilados, no sin antes citar una vía peatonal: el recorrido entre el monte del castillo y la Playa Amoreira, por las márgenes del río. Si le sobra el tiempo, ya que son cerca de 6 km, no dude en ponerse en ruta para no perderse una pequeña maravilla.

Por la salida norte (EN 120), a 7 km, hagamos la primera incursión en el litoral para echar un vistazo a la Playa de Carriagem.

Tendrá el privilegio de observar el vuelo de innumerables aves marinas. Águilas, azores y gavilanes vigilan desde las alturas, utilizando los vientos para planear.

Tendremos que utilizar el mismo camino para regresar al asfalto, aunque quien sea más temerario y tenga el coche apropiado, puede seguir el atajo a la izquierda, aproximadamente a 3 km de la costa.

En este sendero, en los campos se alternan el boniato y las viñas. En poco tiempo llegamos a Rogil, donde es imprescindible visitar el molino de viento, entretanto recuperado. Las palas vuelven a cantar al viento y componen una sinfonía con los mirlos, ruiseñores y jilgueros.

En lo que respecta a la gastronomía, atrévase a probar el vino de Rogil. Pero cuidado, porque la producción es artesanal y el sabor refrescante engaña. Para acompañar, nada mejor que los pasteles de boniatoo la susodicha simplemente asada. O tal vez un bocadillo de morena frita, si el mar la dio y la marea era favorable. Sabores sencillos, fuertes y únicos.

Un vistazo a las tiendecitas junto a la carretera se revelará compensador, especialmente para quien le guste la artesanía.

Aquí se fabrican las características chimeneas del Algarve. Profusamente decoradas, con caprichosas rendijas, las hay de todos los tamaños, tanto para rematar tejados como para decoración.

Otro desvío, siempre por carretera no asfaltada, nos conduce a la pequeña aldea de Esteveira, y desde ahí a la playa de Samoqueira.

El acceso no es de los más fáciles, pero definitivamente compensa. Ahí encontraremos el paraíso desierto, el sueño de todos los viajeros. Un pequeño riachuelo formó en su desembocadura una cala de arena.

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Con la marea baja, minúsculos y transparentes camarones vagan entre las pozas de agua cálida.

Volviendo a la EN 120, pasamos por Maria Vinagre, donde las caracolas encontradas en las paradisíacas playas de los alrededores son la materia prima de trabajos artesanales. Y en los restaurantes de la zona, se comen mariscos recién capturados.

El recorrido hasta Odeceixe está acompañado por frondosos árboles.

La villa se sitúa en un valle estrecho, y resulta clara la simbiosis campo-playa. Pinos y eucaliptos se yerguen majestuosos. Allá en lo alto encontramos un molino reconstruido y en funcionamiento, con una bella vista sobre la aldea. En el interior, una muestra de utensilios repasa todo el ciclo de la molienda.

En la artesanía, los trabajos de cuero son muy apreciados. De aquí hasta la desembocadura del río Odeceixe, distan 4 km. En cada una de las márgenes hay una playa diferente. En el lado sur hay instalado un mirador.

El paisaje nos sorprende por su constante cambio. Cambia la marea y allí aparece un pequeño banco de arena. Crece el río y allá desaparece el cañaveral existente. Como por arte de magia, vemos ahora una playa, ahora un río impetuoso, ahora un manso riachuelo.

Todo debido al encuentro entre el impetuoso mar y las aguas dulces del río. Del otro lado del cerro queda el Alentejo. Los ríos siempre han creado fronteras y los hombres han construido puentes sobre ellos, para que las márgenes sirvan para unir y no para separar.

Quedémonos en el Algarve, aplazando el regreso (EN 120) a Aljezur, que esta vez atravesaremos y, andados 2 km, seguiremos el desvío de Vale da Telha. Junto a la costa, el norte nos lleva a la Playa de Monte Clérigo. El mar excavó grutas de formas excéntricas, dejó rocas esparcidas por la arena y las olas hacen las delicias de los que practican deportes extremos.

Volveremos al cruce, no sin antes deambular por el pico de los acantilados disfrutando de una fabulosa vista panorámica. A veces, el vuelo de las aves compite con las alas de los ultraligeros y con los parapentes.

Apuntando esta vez hacia el sur, hasta la Playa da Arrifana, nos encontraremos rocas imponentes que abrigan el pequeño puerto de pesca artesanal.

Es una zona de la costa particularmente accidentada, entre Pedra da Carraça y da Atalaia, y por eso mismo de gran belleza. Allí el mar se enfadó y quiso llevarse consigo bocados de roca oscura. Un combate interminable, con las olas rompiendo furiosamente, en los días de marea viva, o en poderosas y tranquilas ondas.

En la rampa que da acceso al puerto, las casas de los pescadores se mantienen en equilibrio. Ellos saben que en las “piedras” se encuentran los mejores productos de la costa vicentina, que pueden ser degustados en los pequeños restaurantes locales.

En Pedra da Agulha, una roca cónica que se yergue frente a la playa, los pescadores de percebes, como manda la tradición, se amarran con una cuerda a la roca, esperando en el filo de la navaja a que el vaivén bravío de las olas les permita tener acceso a los bancos de marisco, situados debajo de la línea de agua. Al acabar, suben con el saco a cuestas, calados hasta los huesos, después de recoger este arisco fruto del mar, cuyo sabor no tiene mejor descripción que la sencilla frase: sabe a mar.

Un corto recorrido de 3 km nos lleva hasta Vales y a continuación se sigue en dirección sur, por la EN 120 pasando por Alfambras. Y en Espinhaço de Cão, nombre de la aldea y de la sierra que la rodea, tomamos el desvío hacia el oeste, por una carretera envuelta de exuberante vegetación, con recovecos donde el tiempo parece haberse detenido, hasta llegar a Monte Ruivo.

La naturaleza se esmeró en aromas y colores, y es fácil entender la verdadera razón de que nos encontremos en un Parque Natural. El aire huele a cantueso y romero. En las curvas de la sierra crece el alcornoque, el pino y el madroño, salvaje y espontáneo, de cuyos frutos se hace el tan afamado aguardiente de madroño.

Los eucaliptos se balancean mecidos por la brisa. Un rebaño tranquilo de vacas castañodoradas nos mira con curiosidad, descubierto su escondrijo en un pequeño y estrecho valle que el sendero circunda. El verde de la jara está salpicado de flores silvestres rojas, amarillas y lilas.

Es el lugar donde se esconde el lince, el jabalí o el gato montés. Las codornices atraviesan la carretera en vuelo rasante. No es difícil ver pequeñas liebres saltando y a veces los lugareños comentan el paso del zorro.

En la intersección con la EN 268, volvemos de nuevo hacia el sur. Andados 5 km, entramos en Bordeira y son pocos los metros que nos separan de la iglesia parroquial. Blanco y sencillo, el templo es anterior al terremoto de 1755.

En su interior, una única nave, sostenida por el arco triunfal. Los altares, de estilo neoclásico, son de talla dorada. A su lado se encuentra el cementerio con un bello portal de estilo manuelino.

Las casas de Bordeira obedecen al estilo berebere, con tejado a una sola agua. Se protegen del viento y de la intemperie siguiendo los declives del monte.

La próxima parada es en Carrapateira. La aldea tiene una existencia secular y casi se esconde entre las dunas, mirando al riachuelo que transcurre próximo.

Cuenta la historia que los corsarios, los marroquíes y otros obligaron a Don Nuno da Cunha de Ataíde, Conde de Pontevel y Gobernador del Reino, a ordenar la construcción del fuerte en 1673. El fuerte envolvió el templo, de construcción anterior, como atestiguan los retablos de San Antonio y San Pedro (siglo XVI).

Dice la leyenda que muchos de los naufragios de corsarios eran provocados por la incorrecta señalización de los acantilados. Los habitantes, al ver al enemigo, encendían hogueras que los conducían a la costa escarpada, de donde no conseguían escapar.

Las dunas de alrededor cambian conforme al capricho del viento y las mareas. A este vagar se oponen frágiles y modestas plantas salvajes, centinelas contra los desvaríos del océano. Hay reptiles y tortugas que observan desde la cima de piedras coloridas. Y en las márgenes del río, las nutrias chapotean descuidadas.

Llegados a la cima de la colina más próxima, hay que explayar la mirada sobre el azul oscuro del océano a lo lejos y sobre la verde vegetación más cercana, entrecortada por el blanco calcáreo de las casas, que es la aportación del hombre a este paisaje impar.

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Entre la Playa de Bordeira y la Playa de Amado, la carretera junto al mar permite divisar el perfil de altos peñascos sumergiéndose en la espuma altanera de las olas. Las arenas se extienden tierra adentro en extensas dunas o son nidos bordeados por rocas. La Playa de Bordeira, Pontal, Palheirão, o la Ilha do Forno siguen la corriente de agua caprichosa de las roquedas en lucha con el mar.

Aquí se despide el sol de la tierra, rumbo a la inmensidad del Atlántico, y el mar sigue golpeando los acantilados agrestes, donde el único sonido es el murmullo de las olas y el aleteo de las gaviotas. Se siente la fuerte brisa marítima y el sol pinta una paleta de colores en el mar revuelto.

Continuando hacia el sur, por la EN 268, la próxima parada es Vila do Bispo, cuyo anterior nombre era Santa Maria do Cabo. En la Iglesia parroquial se encuentra un bello conjunto de azulejos del s. XVIII y el Centro Cultural exhibe frecuentes exposiciones. A unos 5 km de la villa se encuentran las Grutas del Francés, un viaje inesperado al mundo de las estalactitas y estalagmitas.

Tierra fértil, Vila do Bispo fue el granero del Algarve, pasado atestiguado por innumerables molinos.

El marisqueo y la pesca surgieron como complemento a los trabajos agrícolas. Finalmente, del mar bravío surgieron extraños monstruos a los que hoy llamamos ballenas. Los cetáceos durante siglos hicieron una ruta migratoria por la costa vicentina. Temerosos, los habitantes solo aprovechaban los esqueletos, despojos que el mar expelía, para con las costillas levantar cabañas y de las vértebras hacer bancos.

Para volver a contemplar la amplitud del océano, del que nunca nos cansamos, se propone el desvío hacia la Playa de Castelejo, gemela de Cordoama. En Punta da Águia, os mariscadores de Vila do Bispo se colocan en pequeñas plataformas que forma la roca, para desde ahí lanzar el sedal. Temerarios, se enfrentan al azul infinito que se extiende a sus pies, con la cara y las manos curtidas por la sal, aceptando el desafío de arrancar el pescado, el marisco y los moluscos de las aguas revueltas, a veces poniendo en peligro sus vidas.

De regreso a Vila do Bispo, estacione el coche y vaya a pie hasta la Torre d’Aspa, uno de los puntos más altos junto a la costa. A sus pies, el inmenso mar, salado de las lágrimas de Portugal, como escribió Fernando Pessoa, que invoca los descubrimientos, que llevó a marineros lusos a todas partes del mundo, en busca de otras tierras y otras gentes.

Aún hoy, la tierra que los vio nacer y el mar en el cual se aventuraron conservan la belleza primitiva, un envidiable patrimonio natural todavía intacto. Serán pocos y fáciles los kilómetros de vuelta, por la EN 125, a la bella y cosmopolita Zawaya, como le llamaron los árabes, a la que los romanos bautizaron como Lacóbriga y los lusitanos, Lagos.

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